Prevención primaria, ¿disciplina en extinción?

Fuente: lasdrogas.info. Esteban Wood.

«May not an ass know when the cart draws the horse? / ¿No puede un asno saber cuándo el carro tira del caballo?” (El Rey Lear – William Shakespeare)

Existe un dicho popular o modismo utilizado para indicar que las cosas se están haciendo al revés o en el orden incorrecto. Poner el carro delante de los bueyes o del caballo es una forma ridícula de sugerir que las prioridades están alteradas (porque lo lógico, para el común conocimiento, es que es el animal el que suele tirar del transporte y no a la inversa).

Extrapolando esta frase al fenómeno de las políticas públicas sobre drogas podemos vislumbrar que en materia de prevención estaría sucediendo algo similar. Debido a la naturalización de ciertas conductas por parte de la sociedad en general, a la creciente tolerancia social a ciertas prácticas y al desplazamiento en los umbrales del límite, hoy somos testigos de la paulatina extinción de una disciplina que, décadas atrás, era basamento, fundamento y prioridad en toda intervención en el campo de la reducción de la demanda de drogas, especialmente en niños, niñas y adolescentes: la prevención primaria. ¿Su aparente reemplazo? Las estrategias de reducción de daños.

Tiempo atrás reflexionaba sobre la campana invisible que limita la posibilidad de progresos en lo que respecta al trabajo en prevención, una sensación de estar operando siempre en una pecera intangible, un callejón sin salida en el que a veces se nos mezclan la impotencia con la desesperanza cuando medimos prevalencias en población escolarizada.

Por supuesto que es mucho más sencillo no intervenir, bajar los brazos, correr las fronteras de lo socialmente tolerado, abandonar el “no” como punto de partida, y aceptar el consumo de alcohol y otras drogas como un desenlace inevitable en todos nuestros jóvenes en algún momento de la adolescencia. Entonces, si capitulamos en este esfuerzo quijotesco, estaríamos aceptando que ya no existe espacio para la anticipación, para el modelaje precoz de una cultura de la resiliencia, y que las intervenciones de minimización de daños son una instancia superadora a las tradicionales estrategias preventivas-educativas.

¿En serio todo está perdido? ¿No hay lugar para epopeyas ni gestas? ¿Como adultos debemos limitarnos a asumir un rol pasivo y contemplativo frente al inexorable fenómeno del consumo de alcohol y otras drogas entre adolescentes, frente al alarmante descenso en las edades de inicio, ante la cultura de “la previa” o “el botellón”, ante el binge-drinking y las conductas autodestructivas? ¿En serio debemos cruzarnos de brazos?

Es una apreciación personal, pero creo que en el campo de la protección de los derechos de nuestros niños, niñas y adolescentes, las políticas públicas sobre drogas en la actualidad son más un problema que una solución, obstáculos más que respuestas, desesperanzas sedimentadas. Porque así como algunos sostienen que la prohibición sigue siendo la mejor herramienta para abordar este complejo fenómeno, existe otra corriente de pensamiento que interpreta que no todos los consumos deben problematizarse (incluso aquellos que se dan en menores de edad), que debería quedar una “zona franca” en la cual el Estado debe autoexcluirse de intervenir. En el extremo del enfoque de mayor permisividad, va ganando terreno la suposición de que regulando o legalizando se acabaría el problema.

¿Y si mejor saltamos esta grieta y probamos dejar de desplazar los límites de lo socialmente admitido, retomar el concepto del riesgo disuasorio, ordenar la carga, alivianar el carro, quitar los palos de las ruedas y redefinir prioridades?

Como el gato de Cheshire desorientando a Alicia, si no tenemos en claro el punto de destino no ha de importarnos mucho el camino que tomemos. Entonces lo obvio comienza a no serlo tanto. Entonces probamos colocar a los bueyes por delante del carro para que empujen una carga cada vez más pesada, en la que se amontona el marketing publicitario, las posverdades periodísticas, los intereses del mercado y ciertas flexibilizaciones normativas que han impactado en la disponibilidad de algunas drogas como la marihuana. Pero al desplazarse el umbral de tolerancia, ya nada va quedando por prevenir ni por reprochar. Los bueyes se agotan. Y el carro, en lugar de avanzar, retrocede…

El anacrónico debate entre restringir o permitir, que no es de mi interés desarrollar en este texto, sigue haciendo foco en población adulta, pero olvida a las niñeces. Construir una cultura del cuidado en esa franja poblacional requiere anticiparse al consumo, al daño, a la consecuencia. Por ello, la reducción de daños no debe nunca preceder a la prevención primaria. Es algo así como pretender discontinuar las estrategias de educación vial desde temprana edad porque, al fin de cuentas, los siniestros y fatalidades de tránsito son inevitables y seguirán ocurriendo. Accionar frente a la existencia del daño para minimizarlo, como quien brinda cuidados paliativos a un enfermo terminal, no tiene absolutamente nada de proactivo y anticipatorio.

Desde mi punto de vista, reducir daños no es hacer prevención tal como la concebimos originalmente. Porque prevenir es anticiparse al riesgo, evitar que algo dañoso ocurra. Prevenir es desandamiar estructuras, es cortar los hilos invisibles. Es cuestionar, advertir, disrumpir, denunciar, alzar la voz y ponerle nombre a lo tácito. Es desnaturalizar, es devolverle el sentido a las cosas. Prevenir, en estos tiempos posmodernos, tiene mucho de quijotesco.

Nuevamente vuelvo al interrogante de saber si todo está perdido, si en tiempos de resignación aún queda margen para ciertas quimeras. Me viene a la mente una reflexión del escritor Eduardo Galeano que habla de la utopía y la ubica en el horizonte: “Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. En este complejo escenario que aquí describo, los utópicos (así nos califican) seguimos empeñados en torcer el rumbo, cambiar todo un sistema de creencias profundamente instalado y devolverle el sentido perdido a las cosas. De eso se trata la prevención, la educación y la esperanza.

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