El discurso del nobel y la política antidrogas
Fuente: Adolfo León Atehortúa Cruz. www.elespectador.com
Dicho clamor, ciertamente, ha sido presentado ya por diversos personajes de la vida pública en diferentes espacios de Colombia, Latinoamérica y el mundo; ha merecido gruesas y profundas líneas argumentativas del mundo intelectual; tiene anuencia, incluso, en sectores del Congreso Estadounidense y en la Unión Europea; empieza a recibir eco en las Naciones Unidas y gana cada vez más adeptos. Pero, en esta ocasión, se trata de un presidente de Colombia en ejercicio al momento de recibir un Nobel de Paz. No es nada deleznable.
Estamos ante una verdad de apuño. Tal como lo hemos afirmado en textos y escenarios académicos[i], la lucha contra el narcotráfico y las drogas ilícitas gira en torno a un círculo vicioso: la persecución al cultivo, la interdicción sobre las rutas de partida y el acecho sin descanso a los narcotraficantes, sus laboratorios y sus rutas. Y en este proceso, la fumigación masiva e indiscriminada, la erradicación manual a veces improvisada, las incautaciones cada vez más voluminosas del producto, las gigantescas destrucciones de laboratorios y medios para el procesamiento de la droga, así como la extradición o muerte de los grandes capos, han sido los resultados más protuberantes.
Sin embargo, el narcotráfico no detiene su marcha. Las estrategias del gobierno colombiano y, sobre todo, del Departamento de Estado de Estados Unidos no han dado en el blanco. Podría reconocerse alguna eficiencia pero sería discutible argumentar la eficacia. Se han presentado aciertos en asuntos importantes como el desmantelamiento de grandes carteles, el sometimiento de otros y diversos golpes contra las estructuras mafiosas y sus nexos con la política, la corrupción y la violencia. Pero el negocio continúa.
La lucha contra el narcotráfico completa más de cuarenta años y los recursos empleados en ella son inconmensurables. Más que el presupuesto asignado, pesa más para Colombia el incontable sacrificio de valiosas vidas humanas, el continuo desplazamiento forzado, el descalabro institucional del Estado, la violación permanente de los derechos humanos, la afectación de la economía o el irreparable deterioro ambiental que se ha causado, para mencionar solo algunas realidades evidentes.
Lejos de acabar con el negocio, la política prohibicionista y represiva ocasionó un escalamiento de los conflictos armados y ha conducido a las organizaciones de narcotraficantes a estrategias cada vez más refinadas. Las fumigaciones no han logrado detener la presencia de los cultivos ilícitos en la geografía andina y colombiana; por el contrario, las plantaciones de coca se trasladan de un lugar a otro lesionando cada vez más el ecosistema del pulmón amazónico, los recursos hídricos y la biodiversidad de nuestros territorios. Ni ellas ni las confiscaciones han logrado frenar o al menos golpear la circulación de la droga en las calles estadounidenses y europeas. El crimen organizado, nacional e internacional, ha sabido adaptarse a cada condición con audaces cambios, nuevas iniciativas e indescifrables sistemas. Los capos eliminados o capturados dejan tras de sí una guerra a muerte entre sus reemplazos. Los quebrantos que ocasionalmente obtienen resultan irrisorios frente al lucro que ofrece la perspectiva de un negocio tan rentable.
Frente a este panorama, crudo e innegable, tiene toda la razón el presidente cuando invita a cambiar de estrategias. Al menos cuatro aspectos debieran llamar la atención para el análisis:
1. La lucha contra los cultivos ilícitos no es un asunto simplemente militar. Detrás del fenómeno asoma una problemática social ligada a las limitaciones del capitalismo en la periferia y a la ausencia de una real reforma agraria. La aspersión aérea, por ejemplo, lesiona al campesino sin oportunidad diferente, al productor desamparado, al poblador sin proyecto de vida y sin empleo, pero no elimina en forma definitiva la persistencia de las plantaciones. En otras palabras, se combate el efecto incrementando aquello que lo causa: la miseria.
2. Las medidas represivas no sólo deben dirigirse al transporte de salida sino también, y con mayor fortaleza, al tráfico de arribo. Ello significa que la interdicción aérea, marítima y terrestre debe convertirse en asunto prioritario de los países consumidores en su propio territorio y no allende sus fronteras. Históricamente, la persecución a la droga ha soslayado varios frentes: el comercio de insumos y precursores, la distribución y oferta callejera por parte de mafias locales, y las actividades financieras del narcotráfico que encuentran en la banca y los paraísos fiscales un territorio seguro para las grandes inversiones y la rentabilidad legal del negocio.
3. Las políticas de combate al problema de las drogas han menospreciado un factor clave: el consumidor mismo y su atención terapéutica. La educación y persuasión frente al consumo de las drogas, las campañas de prevención y concientización, el tratamiento del problema como asunto de salud pública, brillan por su escasa o ninguna contundencia.
4. Mientras el negocio de las drogas de uso ilícito sea lucrativo y mantenga veladas sus principales arterias, el narcotráfico proseguirá su papel con nuevos actores y más feroces violencias. Por consiguiente, si el carácter lucrativo de dicho negocio lo ofrece la ilegalidad en que se mueve y no ha sido posible eliminarlo o reducirlo a través del prohibicionismo y la persecución, sería necesario pensar en nuevas y audaces alternativas entre las cuales la legalización del consumo sin abuso y el uso industrial y productivo de los cultivos no debe descartarse. Así lo dio a entender Santos: “No tiene sentido encarcelar a un campesino que siembra marihuana, cuando –por ejemplo– hoy es legal producirla y consumirla en ocho estados de los Estados Unidos”.
Ineludible es, entonces, empezar a promover el tránsito de las palabras a los hechos.
[i] Atehortúa, Adolfo et al. Seguridad Democrática y Política Antidrogas. Bogotá: Ediciones Aurora, Consejo Nacional de Planeación, 2009
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